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ECLESALIA, 12 de junio de 2002 (servivio gratuito que se puede solicitar aquí)

USO INDEBIDO DE LA AUTORIDAD EPISCOPAL

BENJAMÍN FORCANO, teólogo

Algunos pensarán que voy a tomar partido a favor o en contra de la Carta de los obispos vascos. Ya otros lo han hecho, demasiados creo, y con acentos distintos. Mi planteamiento va por otra parte. Como se trata de un documento episcopal dirigido a cristianos católicos, quiero enmarcar estas mis reflexiones dentro de una frase que, por ser del Vaticano II, expresa un valor, una orientación y una fuerza vinculante superior a la de otros magisterios particulares. Me servirá de guía y debiera haber servido a los obispos, pues se refiere literalmente a situaciones descritas en su Carta Pastoral. Dice: "Muchas veces sucederá que la propias concepción cristiana de la vida inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero, podrá suceder, como sucede frecuentemente, y con todo derecho, que otros fieles guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos, de soluciones divergentes, aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común" (Gaudium et Spes, Nº 43).

Y añada el lector enseguida, como deducción lógica inmediata: a ninguna autoridad le está permitido prestar su apoyo en exclusiva a favor de uno de los pareceres.

Los obispos han intervenido para abordar temas que son de ética común y que atañen por tanto a todos los ciudadanos. En ese sentido no habría razón para se sintieran obligados a intervenir "desde lo que exige su misión propia".

Dicen que intervienen con una palabra pública y explícita por estar reclamándolo el pueblo. Y lo hacen con un tono que les lleva a identificarse con la Iglesia. Su doctrina sería la doctrina de "La Iglesia": "La iglesia comparte", "la iglesia aboga", "la iglesia no tiene como dogmas políticos", "la iglesia puede contribuir", etc.

Por otra parte, no parece que se hayan despojado del error preconciliar de hacer coincidir la Iglesia con la Jerarquía. Y como sería a ésta a quien corresponde una función docente y al pueblo la discente obran en consecuencia. De hecho, antes de publicar su Carta, no parece que la hayan preparado recogiendo el sentir y pensar de sus Iglesias Particulares. Sus valoraciones caen desde arriba como quien destapa la esencia de la verdad y espera un pleno asentimiento a ella.

Con toda seguridad, si hubieran consultado al pueblo, hubieran visto que una mitad más o menos, representada democráticamente por sus representantes políticos, estaba a favor de la ilegalización y otra en contra. Está, aquí, creo, el núcleo de la cuestión.

Si los obispos intervienen como servidores del Pueblo de Dios no deben olvidar que lo hacen como "principio y fundamento visible de su unidad" (LG, 23). Y esa unidad se rompe cuando se pretende imponer uniformidad donde es legítima la diversidad y se la suplanta con una opción política discutible cuyos razonamientos no pertenecen al ámbito de "fe y costumbres", objeto competente de su enseñanza.

Deberíamos acostumbrarnos a no intervenir cuando no nos compete y cuando no tenemos razones especiales para hacerlo. Ese "acostumbramiento" no es fácil porque hemos creído que, por el simple hecho de ser obispos, sabemos de todo como nadie y nos compete hacerlo. Son siglos en los que, una autosuficiencia dogmático-jerárquica, nos ha imbuido de que la verdad no viene sino de la jerarquía eclesiástica, aún tratándose de los temas más cotidianos y comunes de la vida.

No es la misión de los obispos meterse a dar lecciones de ética civil y política. Aquí no hay ninguna "gracia de estado". O se sabe o no se sabe, y se sabe por experiencia, preparación, estudio y competencia en el tema. Humildad, pues, para perder relevancia social y aceptar que el anuncio del Evangelio, para ser situacional, profético y audaz, debe ir a lo esencial, a los grandes principios iluminadores, y dejar a la disputa humana (incluida en la responsabilidad cristiana) el discernimiento de las cosas controvertidas. El Evangelio no sirve para cerrar en falso cualquier conflictividad humana importante y que, sin duda, dispone de criterios éticos naturales, más o menos universales, para su solución.

Esto no quiere decir que los obispos no puedan tener su opinión individual acerca de cuestiones humanas como cualquier otro ciudadano. Porque los obispos siguen siendo ciudadanos. Pero cuando hablan en cuanto Pastores de sus Iglesias Particulares, ateniéndose estrictamente a su misión, entonces la cosa cambia. Entonces, hablan desde la dignidad fundamental de toda persona y, sobre todo, desde la luz esencial del Evangelio, subordinando a la realidad suprema de la persona (hermana e hijo de Dios) cualquier otro accidente configurador de ella: "Todos vosotros sois hermanos". Y la hermandad es raíz y soporte de la convivencia social, clave de toda auténtica ciudadanía, y criterio universal para colocar en su debido lugar las diferencias de tipo racial, lingüístico, cultural, etc.

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ECLESALIA, la apuesta por una Iglesia renovada y renovadora,

con sabor a pueblo, Dios al fondo y Cristo en medio,

nunca excluyente y siempre fraterna.

 

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